Pasarán meses y tal vez -ojalá suceda exactamente lo contrario- tengamos que esperar años para que la situación de exclusión y discriminación que viví el último fin de semana en la estación Uruguay de la línea de subte B se revierta. Mientras tanto, cada vez que lo recuerdo me preguntó: ¿Existirá alguna razón válida para negarle a una persona usuaria de silla de ruedas el derecho a elegir libremente a qué lugar de la ciudad quiere dirigirse y a través de qué medio de transporte hacerlo? Para mí, no, pero quizás esté equivocada. El hecho al que me refiero sucedió el sábado pasado, alrededor de las siete de la tarde. Estaba junto a otros voluntarios de Acceso Ya finalizando una de las tantas actividades de concientización ciudadana que realizamos habitualmente.
Una vez más, dada la cantidad de denuncias que recibimos en la ONG por falta de accesibilidad en los subtes, decidimos hacer nuestro propio relevamiento. Como mencioné, elegimos la línea B. Salimos desde su terminal cabecera Juan Manuel de Rosas, de la que cabe destacar que cuenta con ascensores de ingreso a la estación y al andén y también con un baño adaptado, por lo tanto es íntegramente accesible.
Inicialmente íbamos a hacer el trayecto completo, es decir, llegar hasta Leandro N. Alem. No fue necesario porque, como decían las abuelas, para muestra basta un botón, así que con recorrer un tramo del trayecto fue más que suficiente para comprobar el altísimo grado de inaccesibilidad de las estaciones. Decidimos terminar el recorrido en la estación Uruguay porque -en teoría y sólo en teoría- era “accesible”. O sea que, supuestamente, cada uno de los voluntarios era “libre” de regresar al punto de partida o de retirarse a descansar.
Entonces, como vivo en el barrio porteño de Palermo, pensé: “Me conviene quedarme acá. Tomo un colectivo y en veinte minutos o media hora estoy en casa”. Pero no. Subí del andén a la boletería y al llegar un agente de la Policía Metropolitana me indicó que ese ascensor no conducía a la calle. Tomé nuevamente el ascensor para dirigirme hacía el único lugar al que podía llevarme: el andén.
Sorprendidos por la situación, nos preguntábamos: ¿Cómo podía ser que hubiera un ascensor que te llevara solamente del andén a la boletería? No tenía sentido. Después de haber estado un buen rato ahí, literalmente “atrapada sin salida”, otro personal de la Metropolitana nos explicó, a mí y a mis compañeros, que había otro ascensor para salir a la calle pero que no estaba en funcionamiento. A esto debemos sumarle, además, que se encontraba en pésimas condiciones de higiene.
No contar con ascensor o tener uno fuera de servicio son dos situaciones similares que implican un mismo perjuicio: convierten al lugar en inaccesible para una persona con discapacidad motriz o con movilidad reducida; así que, tal como lo hicimos en las estaciones Lacroze, Dorrego, Malabia, Ángel Gallardo, Medrano, Carlos Gardel, Pueyrredón, Pasteur y Callao, también pegamos las calcomanías de “SUBTE NO APTO”. Por lo tanto, de un total 17 estaciones, sólo 4 cuentan con las condiciones de accesibilidad básica para quienes no podemos subir y bajar una escalera común o mecánica.
Mientras masticaba bronca e impotencia en el trayecto de vuelta hasta la estación Juan Manuel de Rosas -adonde tuve que volver obligatoriamente para poder salir a la calle y tomarme un colectivo que me dejara a unas cuadras de mi casa- me preguntaba: ¿Quién me devuelve mi tiempo? ¿Por qué estando a veinte cuadras de mi casa tengo que tardar dos horas en llegar por un ascensor que no funciona? ¿Acaso mi tiempo no vale tanto como el de cualquier otra persona sin dificultades físicas? ¿Cómo puedo pensar en tener una vida social completamente activa si no cuento con un servicio de transporte público adaptado? No lo sé, aún no encuentro las respuestas a todos estos interrogantes. De lo que sí estoy plenamente segura es de que existe una Ley Nacional de Accesibilidad- Ley 24.314- que establece mi derecho a contar con un transporte libre de barreras físicas. Y es mi deber y mi derecho como ciudadana argentina hacerla cumplir.
por Analía Barone – publicado originalmente en Acceso Ya