No se ve por ningún lado una pareja bailando tango ni papelitos cayendo en una cancha de fútbol. Tampoco el tentador bife de chorizo y ni siquiera los más abstractos laberintos borgeanos. No hay ninguna de las arquetípicas imágenes que siempre aparecen cuando se presenta en el exterior una exposición sobre Buenos Aires. Y sin embargo, apenas se pone un pie dentro del luminoso primer piso del museo Katzen de Washington se produce una especie de teletransportación a cualquier esquina porteña. No sólo de ahora, sino de las últimas cuatro décadas.
Porque la retrospectiva de Diseño Shakespear que se presenta en la capital de Estados Unidos se concentra en esos pequeños y grandes objetos, esenciales para orientarse y moverse en la urbe, que son tan porteños como la sonrisa de Gardel. Para el que no lo sepa, el padre del diseño gráfico y la señalización urbana en Argentina se llama Ronald Shakespear (sin la “e” final, como siempre aclara). Rosarino, a pesar de su nombre tan British —aunque quizá por eso, fanático de Newell’s—, fue quien en 1971 preparó el primer Plan Visual de Buenos Aires.
Hijas suyas son las paradas de colectivo en azul y blanco, con el número de la línea y un breve resumen del recorrido debajo; las de taxis, con letras negras inscriptas en una mano amarilla; el arbolito de tronco rojo de tres brazos y una copa redonda que engloba el nombre de las plazas, y el clásico rectángulo negro contorneado en blanco de las esquinas, con los nombres de las calles y su altura. Esas imágenes que ya son parte del ADN de Buenos Aires, tan naturales que parece que siempre estuvieron allí, son en realidad un producto Shakespear.
“Fuimos precursores en América latina —asegura Ronald—. Era la primera vez que una ciudad se repensaba a sí misma”, recuerda sobre ese proyecto de hace casi cuatro décadas. Tanto, que la señalización urbana que diseñó para Buenos Aires fue copiada en muchas provincias e incluso en otros países latinoamericanos. “Y bueno, Cortázar decía que una vez que llegaba el paquete de libros impresos a su casa, se daba cuenta de que ya no le pertenecían. Y tenía razón. Cuando las cosas toman estado público, ya son públicas”.
Desde entonces, Diseño Shakespear —al que se sumaron sus hijos, Lorenzo, Juan y Bárbara— ha trabajado en la señalización de hospitales municipales, centros deportivos y autopistas; la imagen corporativa de, entre otros cientos, Boca, Banco Río, Alto Palermo, Temaikén, Tren de la Costa, TBA y, su último orgullo, el completo rediseño de la identidad visual de las estaciones y hasta el mapa del subte porteño. “Las señales son una promesa”, asegura Ronald y se ponen a prueba en casos como el del subte, donde hay que conducir flujos masivos de personas. “El único problema concreto que debe resolver un sistema de señales es que las ancianitas encuentren su destino rápidamente. Si van a parar al lugar equivocado, hubo un error, la promesa fue incumplida”.
Claro que las señales made in Shakespear, tan prolijas y coloridas, sacadas de su contexto habitual y trasladadas al flamante pabellón del Museo Katzen, en el plácido Noroeste de Washington, más que promesas bordean los efectos alucinógenos. “(Buenos Aires) da la impresión de ser muy limpia y organizada. Muy pensada. Muy Coherente. Lo opuesto a las ciudades norteamericanas”, comenta el director del Katzen, Jack Rasmussen, echando a volar su imaginación que (por suerte) nunca aterriza en Ezeiza. Una viejita que lo escucha (¿habrá sido puesta allí para comprobar la teoría de Shakespear? ¿será parte de la muestra?), agrega: “¡Es cierto! ¡Estos sí que son carteles lindos y claros! Acá (en Washington), nunca logro leer el nombre de las calles ni encontrar las paradas del metro”.
La exposición, que ya pasó por París, Milán, Helsinki, Xalapa (México), Richmond (Virginia, EE.UU.), se abrió en Washington el 22 de mayo y estará en pie hasta el 24 de junio. Para los que quieran ver a Buenos Aires convertida en la Tierra Prometida.