Cuando consideramos la necesidad de abordar la gestión de los servicios públicos como políticas de Estado, estamos definiendo el carácter estratégico y sustentable en un marco de progreso de esos servicios, reconociendo que constituyen una de las bases determinantes del desarrollo económico y social de cualquier sociedad organizada. La calidad de vida de la población y la instrumentación de un proceso de desarrollo moderno conforman, entonces, variables ineludibles en la necesaria planificación, previsión y gestión con la vista puesta en el futuro.
Luego de privatizaciones y años de desinversión, nuestros servicios públicos se encuentran en un estado de colapso que afecta no solamente la calidad de vida, sino que constituye un verdadero obstáculo para nuestro desarrollo.
Sea en el sector energético o en el transporte público, en la provisión de agua potable o en la infraestructura sanitaria, la ausencia de inversiones estratégicas y planificación ha funcionado como una limitante que potencia las dificultades para emerger definitivamente de una crisis que nos agobia.
Lejos estamos de aquella época en la que pertenecer a la familia ferroviaria era un orgullo que se transmitía de una generación a otra. Esos tiempos en los que un nuevo tendido ferroviario representaba un paso más hacia un modelo de Nación. En el rumbo de ese modelo, el protagonismo de la función pública adquiría cierto carácter épico. El desafío de construir un país y hacerlo con convicción excedía, y en mucho, la mera administración de lo existente. Representaba el compromiso de dar forma a lo soñado.
La cultura del trabajo tuvo mucho que ver con ese compromiso y sentimiento de pertenencia que se transmitía de padres a hijos, con esa camiseta que cada trabajador lucía orgulloso por entender que con su esfuerzo también estaba haciendo patria.
Así, supimos tener un tendido ferroviario de más de 47.000 kilómetros de vías operativas, hoy reducidas a una mínima cantidad. El ferrocarril es una de las herramientas más valiosas de integración territorial, social y económica en un país de las dimensiones del nuestro. Nadie puede desconocer su importancia estratégica en el movimiento productivo. Sin embargo, asistimos a su desguace.
En la actualidad, los problemas que plantean, por ejemplo, el tránsito y transporte público de pasajeros en la región metropolitana no van a ser resueltos mientras se siga encarando su gestión pública sin ese compromiso del que hablamos. Tiene que doler el sufrimiento de quienes cotidianamente viajan hacinados en vagones desvencijados, no pueden programar bien sus horarios y pierden premios como el presentismo en sus trabajos. Tiene que doler ver cómo estalla el mal humor de cientos de usuarios que, en medio de su impotencia y cansancio, la emprenden contra bienes públicos que deberían sentir como propios.
El humor social en ebullición desnuda ausencias irresponsables y, entre ellas, tal vez la más importante: la ausencia del Estado. Las consecuencias de un mal servicio afectan integralmente la vida social. Cuando el pasado 14 de mayo observábamos la explosión de bronca de los usuarios de la línea Roca, en la estación Constitución, que quemaban instalaciones, estábamos siendo testigos de un hecho que excede largamente lo visto. Esta línea ferroviaria transporta a más de 400.000 pasajeros diarios, que en la semana concurren a sus trabajos, producen y toman parte en el desarrollo económico de la región metropolitana. En el caso de la interrupción de las líneas de subterráneos, que transportan a casi un millón de pasajeros por día, no solamente se altera su calidad de vida; también se afecta el desarrollo productivo de la región, se incrementa el colapso del tránsito, con el agregado de más de 200.000 vehículos particulares, colapsan las líneas de transporte colectivo de pasajeros y se convierte todo en un verdadero caos. Seguramente, coincidimos en que no es lo que queremos para nuestra ciudad y nuestra región. La prestación de los servicios públicos debe atender a los derechos de los usuarios en lugar de conculcarlos.
El transporte automotor de pasajeros transporta en la región metropolitana a más de seis millones por día, de los cuales ingresa en nuestra ciudad un número superior al millón setecientas mil personas. Circulan 9000 vehículos colectivos, de los cuales muchos exceden la antigüedad recomendable: no se renueva la flota como se debería renovar.
Hasta agosto último, ya se había ejecutado el 71% de la partida presupuestaria de 1548 millones de pesos destinada a subsidios de colectivos, trenes y subtes. La base de cálculo para determinar la correspondencia de estos subsidios y su debida aplicación es confusa y se aproxima más a medidas destinadas a paliar una emergencia que al desarrollo de un plan integral de transporte. Es hora de considerar que para salir definitivamente de la emergencia provocada por la crisis última y por las políticas de desguace de los 90 hay que fijar un punto de partida.
El papel del Estado es, en este caso, una referencia ineludible. La planificación de un sistema integrado de transporte es una necesidad imperiosa de los tiempos que corren. Para ello, es necesario considerar el transporte público en el marco de una política de Estado para la región metropolitana, en este caso.
En cualquier sociedad –y en particular en la nuestra, con más de 12 millones de habitantes– resulta imperioso que el Estado planifique, regule y controle este servicio público con autonomía regional.
Finalmente, no hay que olvidar que en la estación Constitución nace un tendido ferroviario que nos comunica con las provincias del Sur. En la estación Retiro, nace el nexo con todas las provincias del centro, norte y oeste de nuestro país, y en la estación Once, con las del centro-oeste. Un país integrado por sus ferrocarriles.
Una sociedad justa es aquella en la que se gobierna sobre la base de la consideración por el otro. Naturalmente, este concepto es inescindible de una mirada integradora y moderna de Nación, con un Estado y un país soberanos.
Ese es el desafío. Esa es la diferencia.
El autor es director del Ente Regulador de la ciudad.
por La Nación