28 marzo 2024

Línea C, entre la marginalidad y el abandono

Suciedad, pobreza, vulnerabilidad, descuido, delincuencia y marginalidad son las escenas cotidianas que ven los usuarios habituales de la línea C, que conecta dos de las tres terminales ferroviarias más importantes de la Ciudad.

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En el suelo del coche se entremezclan envoltorios vacíos de alfajores, cásraras de mandarina y restos de lo que alguna vez pudo ser un sandwich de milanesa. Suena la señal sonora y las puertas cierran. Los motores del Nagoya aceleran y a los pocos segundos una grabación se oye por los parlantes que, se intuye, indica que la próxima estación es San Juan.

En el andén contrario, a Constitución, que debe ser uno de los menos utilizados del Subte se divisa a dos agentes de la Policía Metropolitana: son los únicos que esperan.

La bocina vuelve a sonar y las puertas se cierran. Dos niños descalzos, que no tendrán más de siete u ocho años y que a esta hora no deberían estar en otro lado que no sea la escuela, corretean de punta a punta del coche y reparten unos ajados Subtepass escritos al dorso solicitando la colaboración de los pasajeros. Para la mayoría es una escena cotidiana.

A veces los niños saludan o dan la mano. Otros intentan hacer malabares sin sucumbir a las curvas de Moreno, Avenida de Mayo o Diagonal Norte. Sólo algunos se compadecen y les dan algunas monedas, la mayoría los ignora.

Algunos coches más allá, en el tercero, donde termina la tripla y hay una puerta que no se puede abrir, un hombre acostado duerme plácidamente en un asiento donde, sentados, caben tres. Las piernas le cuelgan por fuera del asiento e invaden parte del salón.

Es inevitable al ver la escena, recordar al hombre que semanas atrás se durmió en un coche de esta misma línea y despertó a la medianoche, lanzándose al túnel buscando una salida y terminó -milagrosamente- en el Hospital Argerich luego de que fuera atropellado por un tren que se dirigía a una cochera.

Hoy no es el día, pero a veces no sólo son humanos lo que transporta este abarrotado Nagoya. Se suelen ven perros, a veces acostados plácidamente en los confortables asientos de pana azul -esa pana azul por la que tantas veces nos preguntamos por qué está tan sucia-, otras veces en el suelo, quizás haciendo compañía a sus amos, que también duermen sus siestas entre Constitución y Retiro y viceversa.

Pasan los vendedores ambulantes: chicles, medias, marcadores, linternas, “Guía-T”; un mercado bajo tierra. En Constitución dos jóvenes ofrecían galletitas a un precio bastante menor al habitual y la gente se les abalanzó, todo sea por matar el hambre de las primeras horas de la mañana.

Cuando el tren se detiene en las estaciones, los más atentos agarran con firmeza sus pertenencias. Saben que las amplias ventanas de los Nagoya son prácticamente una invitación para que los “pungas” arrebaten carteras, mochilas o bolsos con incierto botín.

En Avenida de Mayo algunos bajan y se hace un poco de lugar. Quienes se bajaron de la “A”, que venían de estar apretados pero oliendo a limón y con aire fresco, ahora pugnan desesperados por entrar y conseguir una buena ubicación en el castigado tren japonés.

Algún desprevenido se desestabiliza cuando el tren toma a buena velocidad la curva de Diagonal. El parlante vuelve a mascullar: “Usted está en estación Diagonal Norte”. Hoy mi viaje termina acá.

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